El champagne se encuentra con los tequeños de Helena Ibarra y una cena en el Valle de Uco con recuerdos de infancia. Cabernet franc, cabernet sauvignon, tempranillo, malbec y merlot, del teclado a la copa al teclado, en esta nueva entrega del abecedario
U
Uco, Valle de. Nunca he tenido un almuerzo/cena como en el Valle de Uco, en el comedor de Andeluna Cellars, la bodega que creó Ward Lay. Cuando terminó el recorrido por la bodega nos sentamos y me ocupe de seleccionar mi lugar: quería estar cerca de Silvio Alberto, el antiguo enólogo de la bodega que ya había comenzado a trabajar en Diamandes y quería tener a la vista el inmenso ventanal que enfrentaba a los viñedos. Los platos se fueron sucediendo, también los vinos. El estilo afrancesado de los tintos de Diamandes no me llamaba demasiado la atención y en cambio me concentré en ver cómo la oscuridad, que parecía venir desde el punto más lejano de las vides iba engullendo todas las plantas y las cubría. Seguimos comiendo y sirvieron el Pasionado Cabernet franc, un vino abiertamente emocionante. Su concentración, su aroma a frutas con especias, su volumen en boca compitiendo con la rica acidez que le daba frescura. Ya venía tomando apuntes de que dedicarse sólo a tomar malbec o bonarda era entender poco lo que Mendoza podía dar en los cabernet sauvignon o franc. Luego comenzó la tormenta eléctrica. Los rayos rompían el velo negro y se podían ver fragmentos de los viñedos. Prosiguió la lluvia y el sonido de los murciélagos. Hacía calor. Decidimos esperar antes de regresar a Mendoza. Extrañamente era un calor familiar. Era el calor de la finca de mi amigo Fernando en Calabozo donde terminé de escribir Baby’s back in town y fui pensando mi segundo libro de relatos, Juegos de perdón, y tecleaba con rabia por las frustraciones de un impasse con Monte Ávila Editores que impidió la publicación del libro que había obtenido una Mención de Honor en el Primer Concurso de Autores Inéditos de la editorial. O era el calor de algún agosto en Cabimas, pendiente de los pastelitos y las mandocas los domingos, del jugo Frica en lata, de bañarnos con mi prima Marián en el patio con la manguera. Por primera vez en ese viaje no me sentí visitante sino que llegué a rozar el arraigo. Y cada vez que descorcho una botella del cabernet franc Pasionado de Andeluna estoy en 2012, siento calor, estoy en Uco pero también perdido en decenas de momentos.
V
Venezuela. Parafraseo una entrevista a Milagros Socorro en la que atribuye a Rodolfo Izaguirre la siguiente frase: “siempre se escribe con un país detrás”. He pasado años comprendiendo lo que significa, desde la práctica cuando escribo ficción, cuando escribo ensayos y, sí, también, cuando escribo sobre vinos. Un par de veces he leído de gente que “se lamenta” por escribir de vinos en Venezuela ya que si viviera en un país productor trabajaría a placer, pasando las mañanas en viñedos conversando con enólogos y viticultores. Considero propio de nuestra cultura el péndulo que va de la añoranza de alguna condición para justificar nuestras limitaciones al desnudo rastacuerismo. En dado caso, a mí escribir de vinos en Venezuela, cada día más, me da una distancia que considero necesaria. Sobre esto mi primer descubrimiento es que necesitaba entender y familiarizarme con el anaquel local. He sido afortunado de viajar a países en los que el vino forma parte profunda de la cultura, caminar entre parras centenarias, y recorrer las ferias de vinos más grandes del mundo con más de 80 vinos probados cada día, pero no son esos los que forman mi criterio porque eso es parte del espacio de lo extraordinario. Lo que me hace pensar el vino son las botellas que gracias a la acción de importadores y distribuidores consigo si quiero comprar en algún momento en Caracas o en otra ciudad del país. Con la exagerada presencia del vino chileno, con la irrupción del vino argentino, con esa distorsión que muchas veces trae de Europa simplemente lo más barato y con algunas marcas de calidad que simplemente no terminan de calar en el gusto del venezolano. A partir de esas condiciones trato de entender el vino. Por eso, cuando he dirigido catas con los tintos de Beronia o Muga me gusta pensarlos desde la perspectiva de los cortes de carne venezolanos, del solomo o de la punta trasera, o de algún plato como el asado negro, y no extraño las chuletas de cordero asadas con sal gruesa y romero de la Rioja. Y cuando en 2014 abrimos tantas botellas de la edición especial del Mundial de Fútbol 2014 de brut de Taittinger o cuando a principios de 2015 presentamos el special cuvée y el rosé Bollinger no lo degusté con la nostalgia de las crónicas de la afición abrumadora del venezolano por el champagne en medio de la bonanza de la década de los ’70 ni lo asocié con foie gras u ostras importadas sino más bien los vinculé con el juego sensual que provoca la burbuja enfrentada a la etérea tempura de los tequeños de Helena Ibarra o las empanadas de queso de una señora en Chirimena con quien me senté hace unos 10 años para que me explicara cómo agregaba harina de trigo y plátano verde para darle textura a su masa de harina de maíz precocida. Con el pasar del tiempo, ahora parafraseando a Uslar Pietri, no es sólo que el país, los vinos y yo hemos cambiado, sino que la relación entre nosotros lo ha hecho y sensiblemente. Y no lamento ni por un momento escribir de vinos acá, dirigir degustaciones acá, así que lo sigo haciendo con el país detrás.