La música le sirve a Daniela Carrascal para explorar en su memoria sonidos, sabores y lugares en esta nueva entrega de Memorias a la carta
Escribo esto mientras veo a una niña de 12 años tocar El Negro José en piano. Pienso que nos falta mucho. Bajo la cabeza y mientras sigue sonando la música empiezo a recordar los viajes de mi niñez. Saboreo las ostras recién recogidas del mar, que pasean los hombres de Juan Griego a pies descalzos y con el tobo a cuestas y escucho a mi mamá decir «Una docena para mí y media para la niña». Regreso. Ahí estoy, escuchando a la Simón Bolívar Big Band Jazz interpretar todo el esplendor de la Onda Nueva de Aldemaro Romero y siento que hay más.
Cierro mi libreta, la guardo e intento concentrarme en la orquesta, pero la euforia con la que tocan los instrumentos, me regresa con brío a la pluma. Interpretan una versión de «Barlovento, Barlovento, tierra ardiente del tambor» y en mi cabeza la sigo con la letra: “Que vengan los conuqueros para el baile de San Juan…” Miro a mi alrededor, todos bailoteamos las caderas lado a lado al mismo son. Las palmas del público acompañan la tonada. Todos en ese momento nos volvimos uno. Sí, escuchar que interpretan, a la perfección, a Miles Davis impresiona, pero, Barlovento es nuestro.
Vuelvo a escribir. Recuerdo unos carnavales en Higuerote, mis primeros tostones con queso. Y si he de hablar de amor a primera vista hablaría de ellos. Regreso. A la par del solo de saxofón pienso: ¿Por qué se van?
Alzo la mirada al escenario y veo a Andrés Briceño dirigir en la batería a su hijo y desde mi puesto lejano percibo su sonrisa orgullosa. Otra vez, me sumerjo en la libreta y pienso en Mérida y mi primer picante. Chorreaba sobre la carne en vara que comía en el lugar que corresponde a Barinas en la Venezuela de Antier. Entonces, era mi madre la que me miraba orgullosa engullir esa salsa de ají. Tenía 7 años.
Veinte años más tarde, esta noche, la mirada tierna del director a sus jóvenes músicos me hace pensar: No me quiero ir. Retumban las trompetas, se unen las maracas. El joropo suena en notas de jazz. Pienso de nuevo: sé que la derrota no suena así.
Me voy de nuevo, no tan lejos. Las letras me llevan al año pasado a Puerto Ordaz, y saboreo la sapoara frita a orillas del Orinoco. Me consuelo: esto va a pasar.
Todo para, hay una ovación. En seguida, inicia un solo de cada músico para agradecer, cada nota esconde un mensaje: no se vayan o ¿para quién vamos a tocar?