Daniela Carrascal explora desde una óptica personal las raíces familiares de la memoria gustativa
La memoria gustativa de mi madre tiene dos caras. Una, se pinta con nieve, cordero y albahaca. La otra, con ají dulce, ollas de hierro y calor.
En la equina de Bucare a Carmen en la Av. Baralt empezaría una historia de nunca acabar. Cuenta ella, que fue un sancocho de gallina con arepa su primer recuerdo de la mesa criolla. El café con leche y ponqué Once Once que merendaba, los pepitos a la hora del almuerzo y el pastel de chucho de su luna de miel en Margarita, también entretejen la red de sabores que forman su paladar mestizo.
Giulia, mi madre, aprendió a comer plátanos después de veinte años de su llegada a Venezuela y hoy no faltan en la mesa, hace caraotas y bollos pelones como si su cédula no empezara con la letra E. Sin embargo, la pasta la sigue haciendo a mano y el estallido del tomate en el ajo dorado por aceite de oliva la regresa a las callecitas empedradas de su pueblo en la montaña de Collecorvino.
¿Quién lo diría? Que cada vez que ella decía “Esta huele sí como la de la nonna”, en lo más profundo de sí, estaba intentando no perderse.
Escribía Miro Popic, en Misión Gula (2009): “Somos lo que comemos. ¿Por qué? Porque la comida no sólo nos aporta los elementos necesarios para subsistir, sino que también nos proporciona propiedades morales y formativas que contribuyen a definir nuestra identidad individual y cultural.”
Pero, también, somos lo que alguna vez comimos. El constructo de sabores que urden un entramado de recuerdos es donde parte de la identidad asienta sus bases. Proust, encontró en las magdalenas que le servía su tía Leoncia, el elixir de la memoria y es que, como relata en En busca del tiempo perdido, recordar ese trozo de masa humedecido en tila, le generaba una sensación de dicha a la que no le conseguía explicación. Pero, esa satisfacción es la que genera encontrarnos a nosotros mismos cuando lo familiar parece lejano.
Mucho antes de que Proust probara las magdalenas, los españoles que se establecieron en tierras venezolanas, buscaban quizás, además de ser impositivos con sus costumbres, preservar su identidad, importando ingredientes que constituían sus propias tradiciones. Encontramos en las alcaparras de la hallaca el resultado de tal acto. El final de esta historia ya la conocemos y hoy hasta lo comemos, “…porque, como sabemos, en asuntos de cultura alimentaria, todo es mixtura, no hay cocinas puras.”, dice Popic en El pastel que somos (2015)
Volviendo a ella. Era el año 1966 y, tras 16 días, el barco que salió de Nápoles atracaba en la Guaira. Ella jamás volvería a oler la salsa de su abuela hasta que la hiciera ella misma guiada por el olor de sus evocaciones. No volvería a comer vísceras en invierno, tampoco volvería al invierno. Por el contrario, su mapa de sabores se volvería tan amplio como la ruta marítima que la trajo hasta acá. Mamá dejó su casa muy temprano. A los 19 se casó con un español, por ende, sus sabores italianos se acoplaron con los ibéricos. La fusión era inminente. Lo fue más cuando se casó con mi padre, venezolano.
A diferencia de su madre, la mía no fue cocinera, sino peluquera (aún lo es) y la mesa que a diario nos servía gozaba de la diversidad que de sus clientas aprendía. A veces sabía a portuguesa, otras a árabe y muchas a venezolana. Su paladar mestizo ahora también era el mío y el de mis hermanas.
Aprender a cocinar estableció una contundente diferencia entre el ser humano y los animales, compartir los mismos hábitos al comer nos hizo sociedad, pasarlos de generación en generación hizo de la alimentación cultura.
Empiezo Memorias a la Carta con su historia, que es la de muchos. Las costumbres culinarias forman una parte importante de la cultura y perpetuar las tradiciones que la definen, nos conserva como individuos sociales. Hoy, la comida venezolana viaja por el mundo en dos maletas y aunque las arepas y las hallacas cambian de paisaje su esencia permanece.
Y es que el sabor es un eterno extranjero, va de boca en boca y de mesa en mesa. Cambia de país, se combina y modifica pero, en el caso de mi madre, ella siempre va a encontrarse en un plato de pasta; en el caso de muchos otros, siempre van a verse reflejados en un pabellón o en un tres leches servidos en Buenos Aires, Miami o Panamá.
Esta sección se irá escribiendo con los recuerdos de infancia que regresan al cuerpo tras un bocado de torta cumpleañera, con los momentos que hemos engavetado y que retornan a la mente con el olor de un guiso. Porque son los fogones una máquina del tiempo, porque cada plato deja una estela del pasado que nutre el futuro.
¿Quién lo diría? La memoria está, realmente, en la boca.