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El juego de los solitarios: Updike, el béisbol, la escritura y la memoria

El juego de los solitarios: Updike, el béisbol, la escritura y la memoria

Una reflexión de nuestro editor Jesús Nieves Montero @elproximojuego publicada originalmente en Pepel Literario del diario El Nacional y el diario Panamá América

Cuando comencé a escribir «Virginia y tú» no sabía que en el futuro cercano sería uno de los cuentos seleccionados como parte de la Primera Semana de la Narrativa Urbana, que iba a tener un hijo o que las Águilas del Zulia seguirían sin llegar a una final unos años más. A John Updike lo conocía como parte de la órbita donde existían Bellow, Roth y también Mailer, siempre en disputa con Tom Wolf.

Ahora el libro de la semana de la narrativa está publicado, Manuel tiene cinco meses y las Águilas siguen sin clasificar a la final. Pero Updike, más allá de la serie de «Rabbit», ha aparecido con «Hub fans bid Kid Adieu», su formidable ensayo literario beisbolístico sobre la despedida de Ted Williams. El texto, incluso antes de la muerte de Updike, había sido siempre mencionado como la pieza literaria más encumbrada sobre el deporte cifrado por la cábala del número tres: tres bases, tres outs, tres outfielders, nueve innings…

Cuando en alguna clase hablamos de esa «fiesta conceptual de la subjetividad» —Armando Rojas Guardia, el gran poeta venezolano, dixit— que es el ensayo, comentamos que una de sus características más deseables es el tratar las «cuestiones últimas de la vida». Pero, ¿dónde encaja eso en la ceremonia del sudor, la cerveza, los perros calientes y los millones de dólares?

Viene entonces esa imagen de Sábato: el escritor como intermediario entre el plano terrenal y el trascendente; el escritor chamán, el que sueña los sueños y las pesadillas de su aldea. Y Updike celebra entonces los misterios de tres rostros del arte: el béisbol, la escritura y la memoria.

El béisbol y las palabras
Mi padre acompaña a mi madre en la atención de una emergencia de su servicio de rayos x y observa al joven que, desproporcionadamente, mide casi un metro ochenta aunque sólo cuenta unos 13 años, por lo que trata de relajar el momento con una trivialidad: —¿Practicas algún deporte? Deberías jugar basquetbol.

El padre del joven intercede: —¿No cree que sería mejor béisbol? Mi padre subraya la obviedad de la estatura. Ha escuchado al momento de hacer el recibo por la radiografía el nombre de Luis Sojo, pero son sólo un nombre y un apellido, sin los anillos de Serie Mundial con Toronto y los Yankees de Nueva York, sin el brillo con los Cardenales de Lara. El béisbol desde afuera, desde una galaxia recóndita.

Pero también existe el béisbol desde adentro y desde el corazón de las letras. Releemos las cartas melancólicamente exigentes del dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas al inolvidable presidente de los Tiburones de La Guaira, Pedro Padrón Panza; revisamos el paralelismo con el destino del estado Vargas que concreta el joven narrador Rodrigo Blanco Calderón en «El último viaje del Tiburón Arcaya», ejemplos entrañables de una muestra caprichosa en lugar del inventario exhaustivo, que nos lleva a coincidir con la forma como clasifica el crítico Javier Lasarte en Al filo de la lectura las anotaciones de Cabrujas: un mero ejemplo de su rango, al capacidad de abarcar todos los ámbitos de la cultura en su pluma.

Y también pensamos en algún poeta o locutor de radio sentado en un asiento V.I.P. de algún estadio mientras drena una cierta afición beisbolera, visiblemente exagerada, a ratos más moda y dandismo que gesto sincero. En ese espacio el juego de los ponches, doble plays y bases por bolas se limita al evento social, esa sucesión de situaciones donde en cuenta de tres bolas debería venir el strike automático o con hombre en primera y el juego empatado o por poca diferencia debería ejecutarse un toque de bola. Más las celebraciones o las tristezas de la pelota atajada para cambiar out por jonrón o el hit no conectado que sentenció la derrota.

La escritura está presente y sirve como experiencia del espíritu pero ajena al ámbito mítico donde los dioses conceden dones y castigan los defectos, donde los héroes se forjan y hay bufones que se pierden en el olvido, donde el fervor por un equipo se transforma en patriotismo que condena sin apelación las traiciones. El espacio desde donde se planta un escritor que, sin excusas y con las más delicadas herramientas de su arte, casi bajo el principio de Montaigne de «azar y necesidad», se entrega a la reflexión.

Juegos de solitarios
Tomás Eloy Martínez cita a Harold Bloom cuando dice que «la grandeza tiene dos caras: una a la que se llega por el camino de la inteligencia a secas; otra, que se mueve como un viento entre las asperezas de la pasión.»

A ese deporte se apunta Updike: al de encontrar o forjar grandeza y poesía en ese juego que para los norteamericanos es de veranos, familia e infancia —pensamos en las inagotables representaciones cinematográficas: Field of dreams; The Sandlot; el ensayo del joven Jamal, «A season of faith’s perfection», en Finding Forrester— y para nosotros es de invierno, navidad, bromas amistosas, samba, algún altercado, revendedores y mucho cuidado al ver dónde se deja el carro estacionado.

Updike nos explica cómo el artista puede, como hizo Duchamp con los urinarios, ir posando la mirada sobre los objetos, personas y cosas de su entorno y transformarlos, pero no ante sus propios ojos, sino frente a los lectores que presencian el milagro.

The New Yorker publicó el ensayo de Updike el 22 de octubre de 1960, la misma temporada del retiro de Ted Williams. Se trataba de memoria fresca, recientísima que trataba de capturar, como quien desea registrar el surco de un avión a propulsión en el cielo antes de que se desvanezca, el significado ya consolidado de una leyenda.

Para Updike, Ted Williams no es un hombre, es un «dios que no responde cartas» y por eso está más allá de los saludos o retaliaciones para con los aficionados que lo abuchean o aplauden. Para Updike aquél que opta oportunistamente por conseguir los flashes ansiosos del fotógrafo que quiere llevar una imagen de primera plana a su periódico con un hit único y decisivo es como «quien escribe sólo por dinero» y palidece frente a los que se sumergen en las profundidades del juego y deciden conectar con lo trascendente, devenir artistas.

Updike construye un Ted Williams que rehúsa los aplausos y que espera un lanzamiento en el último turno al bate de su carrera para conectar un cuadrangular, hazaña individual ofensiva máxima del deporte. Entonces observamos en Ted Williams no a un beisbolista en ese trance trágico del retiro sino a un narrador que ha escogido «exquisitamente, con una perfecta fusión de expectación, intención y ejecución» la última palabra del libro de su vida deportiva.

Pasamos revista y vemos a Roberto Clemente caer en el accidente aéreo; a Corey Lidle al impactar su avión contra un edificio neoyorquino; al grandeliga venezolano Gustavo Polidor, antes de que los índices de inseguridad alcanzara las grotescas cifras actuales, asesinado en el frente de su casa, ante su familia, en un asalto; o el silencio incalculable de de los séptimos inning en Wrigley field después de la muerte del anunciador Harry Caray. Nos regodeamos en el deseo de que Manuel crezca para llevarlo al estadio, de escribir otra pieza sobre béisbol, de que las Águilas lleguen a otra final y celebremos todos, con mi madre, como en 1992 y en 1993, en ese tiempo mítico de los triunfos deportivos.

Pero es sólo melodrama, diletantismo entre ambiciones y memorias egoístas, lejanas del espíritu de texto de Updike: sentados frente al mundo del terrorismo, calentamiento global, pobreza, militarismo, ideologías anacrónicas, religiones mercantilistas, entretenimientos para la repetición y la procacidad, sospechamos que las condiciones objetivas del entorno para cantar la belleza, la esencia sublime —sublimemente trágica o magnífica— de las cosas, ha cesado, y entonces un escritor se ubica en una de las butacas del Fenway Park de Boston y comienza la potencia creadora.

Los lectores nos embarramos de béisbol, literatura y memoria, como un niño que juega con las primeras papillas que puede comer: después de todo, la vida es eso, una papilla compleja, grumosa, que no siempre se puede —se quiere— tragar. Updike no habla sobre Ted Williams ni un día en el estadio, recuerda que el beisbol, la escritura y la memoria son ejercicios, son deportes de solitarios, porque en la caja de bateo o en la posición defensiva, frente al teclado o el cuaderno de notas, y ante las ráfagas de pasado fragmentado, estamos, inevitable y crudamente, solos.

Son éstas las epifanías que «pagan la entrada» de la vida literaria de lectura y escritura. Entonces, como los esnobs sentados detrás de Updike ese último día deportivo de Ted Williams, podemos decir: «Vámonos. Lo hemos visto todo. No lo arruinemos.» La misma sensación que queda cada vez que concluimos y cerramos un libro o vemos una jugada o un batazo de los elegidos, de los grandes.

4 comentarios el “El juego de los solitarios: Updike, el béisbol, la escritura y la memoria

  1. […] Reflexión del autor de El extranjero sobre el acto de escribir […]

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