Presentamos un recorrido por esas primeras impresiones sobre un producto o plato que terminan por ser determinante para luego evaluar cualquier otro bocado o copa que uno se tope
Ayer me topé con una cuenta de Instagram (con sinceridad no recuerdo el nombre) y me cautivó un gesto que presupongo de inocencia: recurrentemente su usuario encabeza sus reseñas diciendo que va a explicar a lo que le supo tal plato pero que él no tiene registros por no haberlo comido previamente por lo que no tiene punto de comparación.
Así que me puse a pensar en las primeras veces gastronómicas, sobre todo las que me acompañan todavía hoy y que quedan como registros de determinados productos y preparaciones.
Pienso en el queso tipo Munster. Sinceramente nunca he probado el de Alsacia ni recuerdo haber probado otro fuera de la versión que hace la marca Paisa, así que mi registro del aroma y sabor de ese queso, así como de su facilidad para fundir, probablemente sea sólo un espejismo esperando estrellarse con la degustación del producto real.
Un espejismo como el que se disipó cuando tras probar alguno que otro macerado logré probar el Cocuy pecayero hace unos 5 años, sus 8 referencias. Pasé de aquel mal recuerdo a valorar la tradición ancestral y esos ahumados vegetales que da la cocción en horno de tierra.
Igual la tortilla mexicana. No habían llegado a Caracas las propuestas texmex que marcan el sabor y la textura de la tortilla de trigo antes de que nos fuéramos a vivir a México así que mi encuentro con la tortilla del día a día, la que vendían por kilos en la parte de atrás de una camioneta a media cuadra de la casa fue la primera. Ese sabor fuerte del maíz nixtamalizado, esa sensación pesada en el estómago, sobre todo para un niño, pero luego el acostumbramiento de poder tener algunas tortillas para acompañar cualquier almuerzo.
De México paso a Austria pensando en mi peregrinación para conocer la torta Sacher. Por años apenas si comía dos cucharadas de lo que consideraba una lamentable combinación de chocolate y mermelada… hasta que probé la original y la delicada acidez de la fruta contrastaba con la oscura intensidad del chocolate y no podía para de comerla.
De regreso a Venezuela, necesité estar de invitado en una cena en Margarita para probar el pavito yaracuyano con su corazón me mermelada de plátano y esa mezcla asombro y vergüenza por no haberlo probado antes. De regreso a México tuve que estar en excursión gastronómica para probar los escamoles en Quintonil, con el convencimiento de que desde el principio hasta el último bocado fue más una obligación que un disfrute.
Ese casi dulzor de la morcilla carupanera de manos de Tamara Rodríguez servida en forma de bombón con queso de cabra y chocolate, la extraña textura del pescuezo de gallina relleno de la mano del chef tachirense Leandro Mora o el lomo de báquiro con Egidio Rodríguez y esa carne que no parece ni de cerdo ni de res.
La enumeración podría seguir (y seguramente seguirá en otra nota) pero lo que está en mi mente simplemente es cada nueva degustación, cada nueva reseña, es un compendio de muchas de esas primeras veces, mis impresiones y mis reacciones y los prejuicios que me han dejado y que por eso vale la pena seguir rastreándolas (yo las mías, ustedes las suyas), aunque no encabece los textos repitiendo lo obvio.