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Avena, ritual de familia

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Nuestra consultora creativa Eloina Conde repasa las lecciones que tienen los rituales gastronómicos compartidos a partir de un plato de avena

Reunirse en familia para desayunar debería ser un ritual sagrado, amanecer juntos, vivos y con un nuevo día y sus posibilidades por delante deberían ser celebradas apropiadamente y no sólo tomadas como rutina y darlas por sentado, porque si de algo estamos seguros es que nada dura para siempre. Lo único constante es el cambio, la evolución y la transformación. Hace poco -para nuestro especial del día de las madres- la chef Asmiriam Roa nos compartía que su mamá solía decirle que el desayuno era la comida más importante porque luego no sabrás si podrás compartir otra comida durante el día. ¡Cuánta verdad en sus palabras!

De niña solía pasar parte de mis vacaciones escolares en casa de una de mis tías maternas junto con su esposo y primos, quienes eran bastante mayores que yo. Él era cardiólogo y fue durante toda mi vida mi abuelo de reemplazo porque el mío había partido cuando tenía 5 años, era un hombre metódico y siempre impecable, cuidadoso de los detalles y las formas, sutil y muy bien educado y cuando pienso en él recuerdo vívidamente un ritual gastronómico del que fui parte muchas veces y que dibuja una sonrisa en mi rostro de inmediato.

Todas las mañanas, una vez acicalado y casi listo para irse a su consulta, se sentaba en la mesa de la cocina a desayunar. Su primera comida era avena, en hojuelas, remojada la noche anterior y cocida a fuego bajo con leche, sin azúcar, algunas veces la acompañaba con tostadas de pan de molde, otras veces las dejaba para untar con un poco de mermelada, mantequilla y queso blanco recién rallado. No le gustaba su avena espesa sino líquida, servida en un plato hondo, aún tibia, para comer con cucharilla mientras hacía repaso del día que tenía por delante o los pendientes del día anterior. Jamás lo vi revisando su teléfono mientras comía, estaba atento a cada palabra que llevaba la conversación como una danza. Era la personificación del buen hablar para no entorpecer el silencio.

Así cada vez, con más o menos inconvenientes en su vida, sereno, tranquilo, aguardando el día pero sin anticiparse, disfrutando del ritual, compartiéndolo amorosamente con quienes teníamos la dicha de estar allí. Exhibiendo la sabiduría que sólo llega con la edad, no sólo con la experiencia. Es cierto que “Ningún mar en calma ha hecho experto a un marinero” pero también es cierto que sin una mente sosegada, impávida y racional el marinero puede tomar malas decisiones y por más experiencia que tenga puede terminar naufragando.

El mar está allí, algunas veces va a ser apacible y predecible, otras veces tempestuoso y arrasador, disfrutaremos de sus aguas, nos bañaremos en ellas, nos quedaremos en la orilla para observar las puestas de sol y algunas personas como yo, lo haremos pensando en el plato de avena, en el ritual y en las lecciones que yacen en las pequeñas cosas de la vida.

Hace ya 12 años que no está, hace mucho que no me siento en esa mesa, pero siempre lo recuerdo, agradezco los recuerdos y las lecciones y sobre todo un plato de avena al desayuno, en familia. Que venga lo que tenga que venir, después.

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