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Dos recuerdos de las navidades con los abuelos

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La chef y bióloga merideña Valentina Inglessis comparte un poco del espíritu navideño en este relato que describe la manera como los rituales de las fiestas con los abuelos dejaron huellas que no son sólo recuerdos borrosos sino estampas vívidas y, además, sabrosas

El abuelo Peter, “papá viejo»

Una impronta se define como un rasgo peculiar que una persona deja en sus obras y que las distingue de otras. Peter Inglessis mi abuelo, dejó en nosotros, sus hijos y nietos, muchas improntas. La impronta navideña es una de sus huellas que siempre llevaré en mis más afectuosas memorias. Cada diciembre el abuelo decidía cuál era el día para él venir a Mérida desde Lagunillas, llevarnos al centro de la ciudad y buscar los regalos que él consideraba que necesitábamos para luego ir a almorzar. Como buen emigrante que traía su propia impronta de la Europa de post guerra, sus regalos eran asuntos prácticos: “vamos a buscar los zapatos para los niños” “¿necesitan pantalones?» Nosotros, los niños quizás queríamos otro tipo de regalos navideños, juguetes, libros, fuegos artificiales. Pero él con su buen tino decidía qué era lo que necesitábamos y realmente era una especie de tradición familiar transitar las tiendas merideñas en familia, midiéndonos los zapatos o las ropas en cuestión, ante las opiniones del resto de la familia.

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Mi abuelo era un tipo de costumbres. Siempre escogía los mismos lugares: para los zapatos por ejemplo la conocida tienda Zolanda. Para las ropas de mujeres “Selemar”. Pero la costumbre que más recuerdo con cariño de aquellas épocas era la de ir a almorzar luego de las compras al “restaurante chino”. Lo escribo entre comillas para acentuar que era el único restaurante chino para le época en Mérida. Ubicado en la vía de los Chorros de Milla, era el sitio preferido por los merideños para ir a almorzar los domingos. Típico restaurante chino de la época, con peceras, lámparas rojas de papel, alfombras rojas, mesoneros chinos y una larguísima carta, que hacía difícil decidir cuáles platos degustar. Pero para eso estaba Peter: sopa Wanton, Lumpias, lomito con jojoticos chinos, pollo agridulce, costillitas laqueadas, arroz chino especial, era su selección año tras año. También recuerdo la cara de los dueños, la de los mesoneros que eran los mismos siempre, el sonido de la música china, la curiosidad que me despertaba ver las bandejas de otros platillos llegar a las otras mesas y que hacía levantarme con frecuencia con la excusa de ir al baño para poder husmear, el semblante de alegría y satisfacción de mi abuelo. Ese restaurante aún existe, pero no es el mismo, no tiene la categoría y elegancia de aquellos años que siempre guardaré en un rincón especial de mi corazón, como una de mis memorias culinarias entrañables, gracias a mi abuelo, Peter (Panaiotis) Inglessis.

Hilda Varela “Mamá Hilda»

Era fregada la abuela Hilda. Algunas de sus nietas tienen malos recuerdos con ella. Pero yo no. Quizás fui la consentida o quizás no le daba importancia a algunos de sus comportamientos y si me importaban las cosas que me gustaban de ella: pasear por Lagunillas de casa en casa, escuchando como se compartían las recetas las vecinas y se intercambiaban plantas y tips medicinales. Su jardín, sus orquídeas, la casa colonial, sus tejidos y bordados y sobre todo, su cocina.

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La abuela Hilda era experta organizando fiestas y banquetes. En las épocas actuales quizás sería excelente directora de una empresa de catering. La fiesta especial era la del 31 de diciembre, fin de año, pues celebrábamos el año nuevo y la abuela el mismo día hacía la paradura del niño.

Varios días de preparación. Desde el pesebre tradicional, el ponche crema casero, la música, los manteles, las habitaciones para los huéspedes, el rosario, los fuegos artificiales. Quizás pocos valoraron el gran trabajo que esa fiesta conllevaba. Eran otras épocas de vinos, whiskies, bailes y mucha, mucha comida.

Por un lado estaba la parte de la paradura: bizcochuelo, «vino pasita» y ponche crema casero. Por otro lado la fiesta y cena de fin de año. El centro de los pasapalos eran los pastelitos andinos, todo hecho por Hilda, el relleno de carnes picadas de cerdo y res muy condimentado y complementado con huevo cocido y alcaparras. El secreto de la masa era colocarle unas gotas de limón. Según ella, eso ayudaba a la crocancia del pastel. Guardo en mi memoria eternamente las largas mesas ubicadas en los pasillos de la casa que amé y siempre amaré, la máquina de estirar la masa, el relleno, el molde, el caldero con el aceite caliente y todos peleándonos por los primeros pasteles. Podría haber otros pasapalos como algunos antipastos o bolitas de carnes, pero el rey, eran los pasteles de Doña Hilda.

¡Ay! ¡Las hallacas! Se hacían el mismo día desde horas de la madrugada una brigada conformada lo Chepa Márquez, la tía Estela e Isabel y en los últimos años la nieta Valentina. Nos levantábamos muy temprano cerca de las 4 A.M a cortar cebollín, cebolla, ají dulce, ajoporro, cebolla y pimentón. Carnes de cerdo y vaca, que la abuela desangraba y luego maceraba con los ingredientes previamente mencionados, vino Sagrada Familia, aceite onotado, orégano pizca de comino y algunos condimentos más que honestamente no recuerdo. La masa era casi como una polenta, la extendíamos con cuchillo húmedo, era suave, no permitía extenderla a mano o con rodillo. El guiso oloroso se decoraba con pasas, aceitunas, alcaparras, cebolla y pimentón. La cocción era a leña durante 4 horas y el encargado era mi abuelo Peter. Se calculaba cocinarlas cerca de la 8 P.M para que a las doce al entrar el año nuevo formaran parte de la cena, junto a una ensalada rusa o ensalada rallada de repollo y zanahoria y pan de bolita. Las únicas hallacas andinas que amé, fueron las de ella. 

Paradójicamente el envoltorio de maíz, quedaba de una textura y consistencia inimaginable cuando uno extendía esa masa tan suave. Dulces de lechosa, o de higo o de leche. Whisky a montones, La Billos y Los Melódicos, rezar el rosario, bailar obligada con mis primos, esconderme a la hora del rosario, ayudar a servir la mesa, la pisca andina en la mañana para animar a los fiesteros que luego se iban a comer de nuevo hallacas en la casa del Tío Pepe y Carmen, días lejanos que ya se fueron pero que permanecen en mi memoria gracias a un elemento central: la cocina.

Un comentario el “Dos recuerdos de las navidades con los abuelos

  1. Hermosa Tradición Valentina, fui una afortunada de sus obsequios, en una oportunidad disfruté una Navidad con Ustedes y me regaló una Bermuda Azul, siempre lo recuerdo.

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