Este texto del poeta uruguayo Rafael Courtoisie ilumina ese lado más etéreo de nuestra relación con la comida
Se es lo que se come.
El cuerpo que se despedaza, que se cocina, cualquier comida, es hambre desterrada. Es hambre descarnada, húmero enhiesto y blanco, desnudo con sus muescas, lomo perforado, desmembrado, sustrato del estómago.
La loza, el plato donde se come, la taza donde se bebe son el espíritu reseco de un terrón violento, la fuerza o el furor del humus, de la arcilla mixturada que también alguna vez fue carne y aliento.
El nido de la bebida es un vaso y el nido de la sed es un vaso.
En un plato funge yerta la carne que se come, yace en verdad viva, aunque muerta y comprendida en trozo sangriento del cocido.
Pero aun después de comida, aun después de deglutida y dentro, cuando posa el vacío sobre el plato, cuando resta la ausencia en la saliva, en el mismo plato, en la fuente sin nada, cunde el ánima.
Entre los restos, en ese plato con las sobras de carne dividida, lagos de linfa y sangre, está la pura distracción que alentaba, como otro ser de patas, luminosa, dentro del animal.
El cordero o el cerdo, su materia grasosa y viperina, y también la vaca coronada van al cadalso.
Pero vivirán. Vivirán, como vive el pez en la mirada del hombre que lo almuerza.
La perdiz vivirá. La extraña palabra de la lechuga.