Nuestra consultora creativa Eloina Conde revisa el lado más sensible del ritual gastronómico de cumpleaños por excelencia: la torta o pastel
Durante una buena parte de mi infancia, los cumpleaños fueron un lindo motivo para juntarnos y compartir una tarde con amigos y familiares, eran cumpleaños sin más ruido que unos cuantos niños jugando y las conversaciones de los adultos, el cumpleaños sonaba en el equipo de sonido pero era el fondo para las voces y los aplausos de todos, duraban poco tiempo. Lo que para mí que nunca he disfrutado de la fanfarria de los grandes festejos era una bendición.
No teníamos batidora eléctrica o ayudante de cocina como ahora y antes de que sientan pena por mí, déjenme decirles no había nada que me encantara más de cumplir años que preparar la torta de celebración en una taza tupperware y una cuchara de madera junto con mi madre y mi hermano, de esos recuerdos que dibujan una sonrisa enorme en la cara y en el corazón.
Comprar los ingredientes era una dicha. Preparar el mise en place. Comenzar. Ir incorporando cada uno, poco a poco, sin prisas, cumpliendo los pasos era una diversión sólo equiparable a ayudar en la preparación de las hallacas en diciembre. La margarina que usábamos venía en lo que yo pensaba eran lingotes que por su color bien podía ser una especie de oro y era todo un trabajo remover con la cuchara hasta que estuviera pomada junto con el azúcar. Los brazos de mi hermano, los míos y los de mi madre -quien sin que nos diéramos cuenta hacían el mayor trabajo- quedaban cansados pero satisfechos.
Agregar uno a uno los huevos, la leche o como a mí me gustaba el refresco sabor a colita, de esas cosas bien venezolanas. Así el resto de los ingredientes. Ver cómo la magia de la cocina transformaba con paciencia, esfuerzo y amor cada uno y los hacían uno solo, una mezcla con un bello color y aroma memorable, esa era la verdadera celebración.
No recuerdo haberla decorado nunca, terminaba siendo una torta desnuda pero deliciosa cada vez, acompañada con el mejor quesillo de la vida – el de mi mamá- y gelatina de diferentes sabores. Y no era perfecto, eran cumpleaños sencillos, no había cámaras casi nunca, no podíamos capturar el momento más que en nuestra memoria, únicos cada vez, eran genuinas muestras de amor.
Aún hoy, cada vez que cumplo años recuerdo con gran detalle esos días mágicos de la infancia, aún hoy agradezco que no hayan sido perfectos, aún hoy sonrío con una sencilla torta de cumpleaños. A veces también la nostalgia nos sorprende en la felicidad.