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Abecedario de los vinos fantasmas. Y-Z

man reading glass wine

En esta edición de cierre del abecedario de la garnacha a José Ignacio Cabrujas y del shiraz australiano a Constantino Kavafis, teatro, poesía y viñas viejas constituyen la travesía en busca de más viajes, letras y descorches

Y

Yellow Tail. Tal vez uno de los vinos que más fácilmente se tornan espectros son aquellos que desorientados vamos tomando cuando comenzamos a disfrutar de lo que este producto de la combinación de terruño, hombre y uva puede dar. Sin pensarlo demasiado me vienen a la mente Premio de Santa Carolina y un pinot noir de Bodega Las Condes, ambos de Chile. También un montepulciano de Azienda Bosco Nestore. Y, por supuesto, también un Yellow Tail. Recuerdo que por el entusiasmo que me producía el vino, exactamente igual que me pasó con los libros, muchas veces buscaba precios a la baja para probar una mayor variedad. En el caso del shiraz a la australiana es curioso porque la diferencia con un Penflod’s que es al menos más respetado era sólo de un par de dólares. Pero sin el criterio suficiente opté por el Yellow Tail. Estos vinos se convirtieron en fantasmas porque ya no los tomo, algunos no están disponibles, algunos estoy claro que no tienen nada que ofrecerme. Y exactamente como aconseja Vargas Llosa sobre la lectura, al señalar que llega el momento cuando es mucho mejor releer lo que se sabe importante en el marco cultural personal más que agregar nuevas lecturas de valor marginal y relativo, prefiero espaciar las botellas y tomar vinos que me transformen, que me transporten. Varios años después del Yellow Tail probé el extraordinario Two Hands Lilys Garden Shiraz de McLaren Vale. Sí, estaba la fruta madura que recuerda el sol australiano pero la complejidad que tenía a cada minuto en copa, en la sucesión de tragos era fascinante, oscura y requería explorar toda la memoria gustativa y sensible para sentir que se disfrutaba. De la fruta a las flores, a las especias, a lo mineral era un vino soñado. Habían pasado años y muchos vinos entre uno y otro shiraz y yo sentía que de haber comenzado con esta cepa con este ejemplo más intelectual y menos complaciente  que el Yellow Tail tal vez mi curiosidad y mi sed no se habrían desarrollado. Esos vinos del comienzo son fantasmas pero no necesariamente atemorizan o si lo hacen en algún momento, después otra vez el tiempo hace que entendamos mejor su persistencia. Como diría Kavafis en Ítaca:
“Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas.”

Z

Zaragoza. El strip tease emocional en forma de monólogo que realiza Pío Miranda en El día que me quieras de José Ignacio Cabrujas tiene cerca de su final la siguiente frase: “debo explicar por qué va a amanecer mañana…”. Es una forma de subrayar la admisión de inutilidad que tiene casi todo el discurso de Miranda que evade la realidad, en su caso terrible y amenazadora, con la manía de proponer explicaciones. Siento que sé de lo que se habla porque me ha pasado sobre todo en los viajes y aunque no era una realidad amenazadora el resultado era bastante parecido. Por ejemplo, al estar por primera vez en Barcelona en 1999, tenía profundas ganas de explicar qué significaba que casi en cada esquina la ciudad tuviera huellas de Gaudí. No sé si en esos días trataba de huir de algo pero sí que quería explicarlo y era una misión que terminaría en fracaso por saber poco del arquitecto y estar sumergido en otras formas de escritura, otro espacio para las explicaciones como en la frase de Paul Theroux en The Great Railway Bazaar, citada por Antonio Muñoz Molina en su ensayo Pura alegría: “La diferencia entre la literatura de viajes y la ficción es la misma que existe entre anotar lo que el ojo ve y descubrir lo que la imaginación conoce.” Yo prefería –prefiero- a la imaginación. Por años quise explicar el encanto de Brooklyn Heights como si no se hubiera escrito suficiente o si yo pudiera aportar algo. Y tampoco he podido ordenar más de tres palabras para tratar de ofrecer mi versión de lo que significó ver el Misisipi en Nueva Orleáns o caminar por las calles de La Haya, donde terminé para perseguir una exposición itinerante de Francis Bacon que no pude ver en Amsterdam. Por eso es irónico cerrar el abecedario tratando de explicar Zaragoza pero hay una buena razón. Nunca vi en bares y en la boca de la gente una preocupación más vívida por la tierra y el vino. Una noche de 2013, recorriendo los pocos bares que la crisis permitía que estuvieran abiertos en invierno en El Tubo, aparte de las migajas, los huevos rotos y las chistorras viví la tensión entre la garnacha y la tempranillo. Campo de Borja, apenas a minutos de la ciudad, tenía sus vinos expuestos en las cartas de vinos y los estantes detrás de los mostradores. Pero muchas veces tenían que competir con los más conocidos de Rioja. Por un lado, esa tempranillo que es sinónimo de vino español y es de una región vecina, justo al lado ese gusto aprendido hasta el placer que es la garnacha y que habla de Aragón. Fuimos tomando copas de vinos de Bodegas Borsao, en particular el Selección que recientemente había sido nombrado por Robert Parker el vino de mejor relación calidad precio de todo el mundo a sus 4 euros. Y siempre había algo que conversar sobre la garnacha con la gente en los restaurantes y en algún punto llegaba la felicitación por haber esquivado la tentación de los riojanos. Sabía que al día siguiente me tocaba ir a visitar los viñedos y ver el Moncayo pero ya había un buen adelanto en cada copa. La ronda terminó frente a una botella de 3 picos, un garnacha de viñas viejas oscuro, concentrado pero goloso, listo para complacer al bebedor casual que quiere llevarse un poco de vino a la boca o capaz de contarle historias a quien quiera escudriñar por qué esa garnacha es única y encantadora en su estilo alejado de la acidez de la Rioja baja o de la reciedumbre de la del Priorato. Por eso de Zaragoza no tengo ganas explicar el asombro de su catedral ni las apetitosas vidrieras de sus panaderías (aunque en algunas literalmente podía respirarse ese concentrado de frutos secos de la Trenza de Almudévar o la almendra de los mazapanes) ni de la forma como me quedé con ganas de conocer el Puerto Venecia, el centro comercial que tiene su propio lago y del que nadie dejaba de hablar porque tenía poco tiempo de inaugurado. Para mí Zaragoza es garnacha y en particular 3 picos. Y volviendo a Pío Miranda: “¡Se terminó! ¡No hay regreso! ¡Se terminó…!”

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