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Esnobismo: antídoto contra el sinsentido

Una reflexión sobre los esnobistas

En el fondo, el esnobismo es casi imposible de evitar

Hacia mediados del siglo XIX y gracias a Historia de los esnobs de Inglaterra, por uno de ellos –una obra de William Thackeray que fue inmensamente popular–, las palabras esnob y esnobismo obtuvieron carta de ciudadanía en los idiomas modernos. Sin embargo, el esnobismo no es una experiencia nacida en la modernidad. Está bien documentada en todos los grandes momentos culturales de la historia occidental, desde la Roma imperial a la Francia de la monarquía absoluta, pasando por el Renacimiento italiano. Para el diccionario de la Real Academia Española, un esnob es aquella «persona que imita con afectación las maneras, opiniones, etc., de aquellos a quienes considera distinguidos». Aún más moralista es la definición del esnobismo, según la Academia Francesa: «vanidad de los que imitan las opiniones, las maneras de ser y de sentir habituales en los medios considerados distinguidos«. Para los diccionarios, el esnob es un imitador. Pero, aun presentado como personaje parasitario, los académicos terminan reconociendo que el esnob imita «lo mejor o lo más distinguido». Es un parásito inteligente.

El esnobismo es un humanismo. Una forma de dar sentido al sinsentido de la vida. Al igual que el existencialismo sartreano, el esnobismo presupone que «estamos condenados a la libertad». Es decir: podemos elegir qué imitar; aunque quizá no podamos elegir no imitar. Eso sería la muerte.

Como sostenían los decadentistas británicos, siguiendo a Oscar Wilde, el esnob también cree que la vida es pura forma (no es un qué sino un cómo) y más que hacer cosas, de lo que se trata es de posar. La pose es lo esencial de la actuación social moderna. Cada persona es tomada (y valorada) por cómo se presenta en sociedad.

En su muy interesante (y entretenida) Historia del esnobismo, Frédéric Rouvillois dice que hay dos formas esenciales de ser esnob: practicar el esnobismo mundano (querer ser como los sectores más distinguidos y poderosos) o el esnobismo cultural –que también se llama «esnobismo de la moda» y que consiste en querer estar al tanto de lo último, especialmente en el campo del arte, los estilos y las tendencias. En la época anterior y posterior a la Revolución Francesa, el esnobismo mundano era el dominante, y aunque con el tiempo fue perdiendo terreno todavía era muy importante hasta fines de la Primera Guerra Mundial. La democratización creciente hizo que la imitación de las costumbres de los nobles se fuera tornando menos atractiva y comenzara a ganar partido la imitación de los que están a la vanguardia, en todos los sentidos. La principal aristocracia de nuestra época no es la gente del jet set (cuya vida pública se difunde en revistas que se hojean en la sala de espera de los consultorios, como Hola y Caras) sino los que marcan tendencia (como los artistas y los diseñadores).

Rouvillois recuerda que ya en el Satiricón, de Petronio, hay personajes esnobs. El ejemplo más claro es Trimalción, el liberto que ha heredado a un amo riquísimo y que ahora se vincula con los sectores más adinerados de la Roma imperial. La conducta de Trimalción (que usa un escarbadientes de plata y organiza banquetes descomunales con los más sofisticados productos) es considerada muy distinguida por los esclavos que sirven en su mansión. Aunque pertenece a un mundo que desconoce la palabra esnob, Trimalción ya lo es con todo derecho. No sólo porque imita escrupulosamente la conducta de los sectores más ricos y poderosos de Roma (a los que está desesperado por pertenecer), sino porque desprecia y humilla a los que no alcanzaron su estatus social o a los que desconocen las formas distinguidas. Como bien dice Rouvillois: «El esnobismo no es simplemente la actitud que consiste en querer parecerse, por su nombre o su apariencia, sus gustos, sus opiniones o su comportamiento a los miembros de un grupo al que se considera superior; es también, subsidiariamente, el hecho de permitirse despreciar a todos aquellos que no pertenecen al clan y a los que se puede juzgar, por lo tanto, como gente común, atrasada, inferior».

El verdadero esnob no es ni el miserable ni el ignorante (aunque pueda haber miserables e ignorantes que tengan su espíritu esnob). Esnob mundano no es cualquiera: hay que tener bastante dinero si uno pretende pertenecer a un círculo de gente que no se priva de nada (y si uno no lo tiene, no hace otra cosa que el ridículo). Algo parecido sucede con los esnobs culturales: deben poseer un mínimo de inteligencia y de formación para poder detectar y acompañar las últimas tendencias. Nada muestra más la hilacha del advenedizo que su incapacidad para seguirle el ritmo (material o cultural) a los que marcan tendencia.

En muchos momentos de la historia, ambos esnobismos (el mundano y el cultural) coincidieron en una misma línea. Ya en Grecia los más ricos atenienses se rodeaban de los pensadores y artistas más grandes de su época, como lo revelan los textos de Platón o Jenofonte. Y así, los nobles y aristócratas compartían gustos y formas de actuar con los artistas. El ejemplo fue seguido en la Roma imperial, con Mecenas (el amigo más cercano a Augusto) que convocaba a los poetas, arquitectos y escultores a formar parte de la corte: en ese clima fue que Virgilio compuso La Eneida. Luego, la Edad Media cristiana separó a los bandos: los nobles eran, por lo general, analfabetos y amantes de la violencia guerrera. Salvo durante la breve época de Carlomagno, no era raro que los aristócratas despreciaran a los artistas (en las raras ocasiones en las que les prestaban alguna atención). La Florencia de los Médici fue la que impuso el cambio, volviendo al espíritu de la Antigüedad. Gracias a Lorenzo el Magnífico, Miguel Angel pudo educarse en una corte espléndida, en la que era habitual encontrarse con pensadores de la talla de Marsilio Ficino o Pico della Mirandola. Al comienzo de la época moderna surgieron los salones en las mansiones más distinguidas de Francia, Alemania, Italia, España e Inglaterra. Las condesas y marquesas solían rodearse de los artistas que iban a marcar la época, de Molière a Proust.

El gran drama del esnob irredento es que todo –hasta lo más caro, hasta lo más exquisito, hasta lo más sofisticado– termina haciéndose popular (y por lo tanto, deja de ser una meta para el cazador de la tendencia). Descubrir constantemente nuevas prácticas, nuevos sabores, nuevos ritmos, nuevos colores, nuevos diseños, nuevos olores, nuevas formas de ser es extenuante. El esnob no se toma vacaciones. Pero ese agotamiento en pos de lo imposible tiene premio: le permite al esnob encontrar algo de sentido en la selva del absurdo (aunque ese sentido sea tan resbaladizo como un matiz y tan poco sólido como una opinión momentánea). (vía Revista Eñe Clarín)

2 comentarios el “Esnobismo: antídoto contra el sinsentido

  1. […] Mirada crítica del filósofo, autor y profesor español sobre el esnobismo inherente en la gastronomía […]

  2. […] i have never in my life Felt more alone than i do now Although i claim dominions over all i see It means nothing to me There are no vitories In all our histories, without love Share this:TwitterFacebookMe gusta:Me […]

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