En esta nueva entrega del abecedario, libros, anécdotas y canciones, de Queen a un malbec de Mendoza o de James Taylor a los vinos de Álvaro Palacios, de Oscar Marcano a F. Scott Fitzgerald, nuestro editor sigue recorriendo la memoria sensible y gustativa
Q
Queen. “You can’t turn back the clock you can’t turn back the tide/Ain’t that a shame/I’d like to go back one time on a roller coaster ride/When life was just a game”. Es una sombra -¿un fantasma?- de Freddie Mercury quien canta ese verso en un video que hace del anuncio de su muerte casi un formalismo pero igual desde hace dos décadas me gusta verlo y de tiempos más recientes disfruto alterar esa última frase y cambiarla a : “When wine was just a game”. Hace poco lo comentaba con una amiga. Uno juega a la certeza de que el vino con el pasar del tiempo te emociona igual, te excita igual pero no es así y la razón es sencilla: la sorpresa, mientras más se descorcha y más se lee, se hace muy difícil. Caigo en baches en los que el día o alguna de las comidas me pide vino pero no importa lo que haga sólo logro satisfacer el deseo genérico y no sorprenderme, no consigo, como dicen Fito Páez y Luis Alberto Spinetta en Las cosas tienen movimiento ése “algo más que me ayude a despertar”. Y era lógico que pasara con los varietales, también con algunas de las acrobacias de Nuevo Mundo, con lo más tradicional de España o italia, pero me comenzó a preocupar cuando ocurría, por ejemplo con champagne. Es cierto que hay métodos y filosofías de elaboración que en ocasiones tienden a estandarizar los vinos pero es imposible que yo haya probado tantos como para pensar que me he saturado. Por eso agradezco los vinos que son placeres culposos: explosiones de fruta y de alcohol, uno siente que realmente se carga de una energía que muchas veces no tiene que ver ni con elegancia ni con terroir pero da una profunda alegría como la noche que llegamos a Cafayate después de un largo viaje por tierra desde Salta entre formaciones de rocas y piedras que parecían estampas de Marte o algún otro planeta más que del norte de Argentina. Cuando se sirvió la mesa después de las 10 de la noche salieron las botellas de Yacochuya de la familia Etchart y Michel Rolland que con sus 16 grados de alcohol, sin duda estaban bien integrados a la fruta pero que sacudían de sorbo en sorbo, me devolvieron esa alegría vital, esa con la que Mercury cantaba tantos años atrás: “don’t stop me now”.
R
R.E.M. Cada uno de los despertares en el apartamento de mi amigo Olaf y su familia en Dusseldorf en la visita a Prowein 2014 , fueron silencio, fueron vacíos casi desconcierto. Me levantaba, revisaba que el teléfono estuviera cargado y miraba por la ventana. Dos o tres personas caminando, algún carro que pasaba pero nada de ese movimiento parecía producir sonido y llegar hasta donde estaba yo, solo, en el segundo piso del apartamento, porque ya Olaf, su esposa y su niño habían salido. Preparaba el orden de lo que iría a degustar en la feria ése día o si tenía alguna reunión y bajaba a desayunar. No había visto a Olaf desde 1996 cuando terminó de cursar sus materias del intercambio estudiantil que lo llevó a la Universidad Metropolitana, sin embargo, conversábamos de vez en cuando: después de todo él leyó los primeros cuentos, él me hizo pensar que tenía sentido dedicar tiempo de verdad a la escritura y que había algún valor en ese anverso de la realidad que es la ficción. Además habíamos tenido un intento fallido de encuentro en 2001 en Amsterdam que finalmente no pudimos concretar. La noche antes de mi partida de Dusseldorf quería hacerle una cata a mis anfitriones y tenía claro algo: quería que fuera una experiencia que los desarraigara de lo que sabía que tomaban, sus blancos alemanes y algunos tintos franceses o españoles. Caminé entre los andamios, desvíos e irregularidades del centro de la ciudad en reparación y conseguí lo apropiado: Aguaribay de Compañía Vinícola Baron Edmond de Rothschild, creadores de Flechas de los Andes otro vino argentino que me gusta mucho. Llegué temprano al apartamento y le comenté a Olaf lo que quería hacer, buscamos las copas, descorché y comencé a presentar el vino. El malbec literalmente floreció, las violetas, los tostados, el clavo y la canela, la mancha en la copa, y fue sentirlo, explicarlo y ver en mis amigos esa sensación de descubrimiento que a veces no apreciamos en este tipo de malbec que muchas veces aparecen una y otra vez en nuestros anaqueles. Entonces vi a Olaf y nos vi en 1996, el año cuando R.E.M. lanzó New Adventures in HiFi, conversando sobre Günther Grass o escuchando canciones de los Héroes del Silencio, discutiendo las primeras películas de Tarantino y también escuchando como Nick Carraway a Jay Gatsby las historias de sus viajes a las playas de la costa aragüeña que yo siempre he conocido a pedazos y en visitas cortas, meintras que él pasaba todos los fines de semana que podía allí. Yo sabía que me esperaban varias ciudades y al final el en primeur en Burdeos pero el malbec seguía allí con los recuerdos. Y me preguntaba y le preguntaba al momento, al viaje, a lo que era mi vida en ese instante: como Michael Stipe en E-Bow the letter: “Will you live to 83?/Will you ever welcome me?/Will you show me something that nobody else has seen?”. Y desde el mismo disco pero en Electrolite, Stipe respondió: «Stand on a cliff/ and look down there/ Don’t be scared/ You are alive».
S
Seger, Bob. El líder de la Silver Bullet Band el autor de los que considero mis himnos personales a la resiliencia: Like a rock y Against the wind. “Twenty years now/Where’d they go?/Twenty years/I don’t know/Sit and I wonder sometimes/Where they’ve gone” reflexiona Seger y me tocó hacerlo con un Viña Ardanza de Bodegas La Rioja Alta, verlo allí, todo cuero y especias, con ese color caoba del paso o tal vez el castigo del tiempo y algunas huellas de la fruta que alguna vez tuvo. Era un vino añada 1982 descorchado en 2011 y a medida que se acercaba el momento de probarlo entendí la lección de humildad que daba estar frente a este testimonio de los años. ¿Quién era yo 29 años antes? O mejor dicho ¿quién aspiraba o soñaba ser? Salí de esa cata pensándolo, tratando de rastrearlo, de encontrar al menos un residuo de lo que podía comenzar a configurar una respuesta pero fue como recorrer un laberinto pequeño pero intrincado que siempre llevaba a su propio centro aunque se tomaran diversos caminos y cada vez con mayor estremecimiento. Y ahora que casi 5 años después lo reconstruyo en la anécdota tengo frente a mí el laberinto pero prefiero esquivarlo hasta que pasen unos 20 años o más.
T
Taylor, James. Descubrí a James Taylor dos veces. La primera cuando cantaba Enough to be on your way en 1997 en el canal More Music y luego en Miami en 2001 cuando fui a recibir un premio literario y compré varios discos en Lincoln Road. Sus canciones me han acompañado durante esos años extraños después de la universidad. A veces desaparecían, se extraviaban los discos o no me apetecían pero siempre volvía algún acorde de A little more time with you o Secret o’ life y reincidía. Además, estará siempre la inesquivable Don’t let me be lonely tonight: “Do me wrong, do me right, right now, baby/ Go on and tell me lies but hold me tight/Save your good-byes for the morning light, morning light/ but don’t let me be lonely tonight”. Y voy escribiendo y de repente aparecen algunos vinos. Un Don Melchor una noche en casa de Andrés Jaramillo el dueño de Andrés Carne de Res. Habíamos pasado el día visitando chefs colombianos que serían invitados al Salón Internacional de Gastronomía y ése era el final de nuestra agenda. Yo tenía una bronquitis indomable pero Andrés sacó la botella y no me pude resistir. Do me wrong, do me right. O las botellas de Camins del Priorat con una tabla de quesos panameños compartida en el restaurante Orígenes con mi amigo Alejandro Pérez mientras conversábamos simplemente celebrando el reencuentro. O la botella de José Michel & Fils 100% pinot meunier brut en un hotel en Madrid la noche antes del retorno a Caracas alternando con Vichy catalán y turrón de chocolate. Vinos de cierres, vinos de despedidas. Vinos que me hacen recordar la frase final de un cuento de Oscar Marcano en el que un hombre antes de hundir el rostro en las piernas de su pareja le pide, casi le suplica: “hazme olvidar”.