Nuestra consultora creativa Eloina Conde reflexiona sobre el derecho a conectarnos con el placer en esta nueva nota para Memorias a la carta
Hay algo sobre la repetición que me lleva siempre a los placeres sencillos, esos que cambian de persona a persona pero con los que invariablemente tenemos una conexión más que sensorial, a los que bien valdría la pena dedicarse horas y días enteros.
Nos pasa con las ganas de volver a ver una película sólo por una escena o un diálogo, por algún silencio o porque es extraordinaria por completo, con releer nuestro libro preferido y darle aún más color a sus personajes en nuestra mente o en algo tan cotidiano como vestirnos o ¿cuantos de nosotros quisiéramos llevar siempre algún jean o camisa perfecta para nuestra piel y personalidad?
Muchas veces el prejuicio y ese tan famoso y absurdo qué dirán puede interponerse al disfrute, pensamos que nos van a interrogar sobre nuestros gustos y corremos el riesgo de parecer desactualizados o estancados, nada más alejado de la realidad, tener claro nuestros placeres de siempre no debería ser un impedimento para probar sabores nuevos a nuestro paladar. Nunca se sabe dónde puede hallarse ese nuevo gusto que se añadirá a nuestros favoritos.
¿Por qué comer siempre lo mismo? ¿Por qué repetir una y otra vez los mismos ingredientes?, ¿Por qué esto y no aquello?, ¿Por qué ese viejo restaurante y no el de moda?, ¿Por qué ese aderezo? Y así un sinfín de preguntas, allí cuesta un poco mantener la compostura de quienes hacen tales interrogantes porque bastaría responder con un ¡porque me da la gana!
Porque los placeres no se deben justificar, porque a nadie más que ti mismo debiera importarle cumplir esos pequeños caprichos que conectan profundamente con tu esencia y te hacen sentir picos de felicidad inusitada.
Puede que para mí sea una taza de café trujillano recién colado, o un trozo de pan andino con ese dulzor tímido tan característico, algunas veces algo más que sencillo como un cuadradito de mozzarella servido sobre un casco de guayaba acompañado de un vino rosado joven, algunas veces un vaso de fororo, o una avena en las mañanas o quizás un trozo de chocolate elaborado con nuestro mejor cacao en un porcentaje alto que en unos segundos se funde en la boca con esa untuosidad divina y se pierde dejando a su paso una sensación de astringencia que invita al siguiente pedazo. No importa lo que sea, siempre se es más libre sin justificar los placeres, sin justificarse en absoluto. Fidelidad a nuestra personalidad, a nuestros gustos, a nuestro paladar ante todo.